Náufragos, a la antigua
LLEIDA IAN NABOURIAN
Somos cual pequeños argonautas que navegamos a la antigua, sin brújulas, orientándonos tan sólo con el Sol y las estrellas, y lo más vital: nuestra intuición. Surcamos el mar de la vida repitiendo los mismos errores de las generaciones que nos antecedieron. A momentos transitamos por mares atestados de barcos y al instante siguiente no encontramos ni un solo navío en un millón e kilómetros cuadrados. Hay momentos en que acometemos grandes hazañas y descubrimos nuevas tierras, momentos en que nos convertimos en piratas y abordamos por la fuerza otros barcos y momentos de encuentro plácido en el que somos invitados a darnos al hedonismo en barcos ajenos.
Hay momentos en que navegamos por aguas tranquilas y de repente surge la tormenta y las olas se abaten sobre nosotros. Entonces arriamos las velas e intentamos estabilizar el barco, luchando contra las arremetidas del enfurecido mar. Existen muchas tormentas durante nuestra travesía pero siempre hay un instante, un lugar en el que la lucha se hace inútil y el barco se hace añicos, naufragando, y en el que con un poco de suerte nos aferramos a la última tabla que queda a flote. Entonces la tormenta amaina y flotamos en medio del océano de la incertidumbre. Al final siempre surge de entre la niebla matutina la isla misteriosa y deshabitada a donde las olas te arrastran. Al principio te invade una sensación de felicidad, de incredulidad por haberte salvado pero luego le sigue la duda eterna del superviviente: ¿dónde estoy, cómo sobreviviré, cómo puedo salir de aquí? Se da una paradoja: el náufrago se siente completamente solo en el universo, en medio de millones de kilómetros cuadrados de absoluta nada. Él sabe que en algún lugar existe vida humana pero nadie sabe de su paradero, luego no existe para el mundo. Los días van pasando y a poco va pasando del desconcierto inicial al conformismo, a medida que va explorando todo el pequeño universo que lo circunda. Con el transcurrir del tiempo comienza a abrirse paso un miedo que permanecía escondido durante sus tiempos de navegante, el miedo al olvido. Si bien al principio surge de tanto en tanto, poco a poco se hace más latente, hasta que llega un momento en que prácticamente se pierde la noción del tiempo y ese temor llega a estar tan presente de forma continua que crece la firme voluntad de dejar la isla a cualquier precio. Llegó el momento de bucear en nuestro interior, de encontrar la forma de salir a flote y es ese el preciso instante, el momento más decisivo, emocionante y precioso de nuestra vida, en que descubrimos que nuestra debilidad encierra una gran fuerza, y en el que se da la mayor de las paradojas: si bien permanecemos perdidos para el resto de los mortales, hemos conseguido encontrarnos a nosotros mismos. ¿No seremos pues más náufragos cuánto más estable es nuestro navío? ¿Es posible que tengamos que perdernos para encontrar nuestro verdadero paradero y así valorar más nuestra existencia?
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